Gente así



Vaya ironía que rodeados de restaurantes, buscan qué comer. Rodeados de hospitales, viven magullados. Rodeados de gente, están alienados. Rodeados de luces, viven sin ser vistos. Este recorrido lo inicié con el temor y la curiosidad comprimidos en una misma expresión. Les estreché la mano. Comencé ingenua, sin saber sinceramente qué esperar, creída que me bastaría una sola pregunta para saciar la curiosidad que me hizo acercarme y preguntar: ¿Qué soñaste anoche?, voltear la cara y seguir el día automática. Pues no. Surgían más preguntas y, con ellas, información que no me podía perder. Son primicia, diamantes en bruto, tráilers de conciencias que guardan consigo muy buen contenido, esto definitivamente debía ser compartido. Entonces se convirtió en una serie de descubrimientos que funcionaron cual efecto dominó, uno detrás de otro, fascinándome, dejándome en carne viva, sensibilizada hasta la médula. Se colaban mis anécdotas y las de ellos. Las de ellos pasaban a ser mis historias y las mías, sus recuerdos. “Hoy me entrevistó una chismosa” dijo que diría. Se ríe y yo más atrás. Una de las cosas que más llamó mi atención fue la necesidad que ésta gente tiene de hablar. Cuando veían intención de despedida, soltaban cualquier comentario para hilar lo que sería una sarta de cuento más. Y dejaban de lado sus bolsas negras para atenderme. Qué honor. Esa bolsa negra que les sirve de clóset, de escudo, de sótano, de cama, de ropa, de arma, de sombrero, de guarda espaldas, de almohada. Y hablando de almohadas, volvamos al tema…


¿Qué soñaste anoche?


Henry López Martínez


Yo: “Hola, ¿recuerda qué soñó anoche?”. Fueron minutos larguísimos mientras este hombre me reparaba de pies a cabeza. Pensé seriamente en alejarme porque su mirada eran dos platos de ruleta en pleno apogeo. Sin embargo, mantuve la distancia e insistí. Luego de repetir la pregunta como cuatro veces, me enfrenta “bueno, pero tú estás hablando en francés, en chino o qué”. Pero finalmente comprende, se ríe y pregunta “¿y eso para qué?”, le dije que para la universidad y noté finalmente su disposición. Ya cómodo suelta “soñé que cargaba a mi sobrinita, sí, sí, sí (esta parte la recuerdo claro, porque gritaba “sí”) se me cayó, se puso a llorar y cuando la fui a agarrar yo no tenía brazos, le pedía que se levantara, levántate chica, levántate, deja de llorar, pero lloraba más duro, entonces me tiré al piso con ella a llorar también”. Caminábamos uno al lado del otro, y de vez en cuando se acomodaba la bolsa de peroles en el lomo. Arrugó la frente y como quien espera una ovación, concluyó sosteniendo “sí, sí, yo lloré con ella pues, qué más” (risas). Y mientras él se divertía narrando aquello, yo apretaba la boca para que no se me notara lo llorona. Este personaje ya tenía una segundo cita sin saberlo, “¿usted siempre anda por aquí, dónde lo puedo conseguir?, es que hoy no cargo la cámara pero quiero una foto suya”. De nuevo me lanza esa mirada que le costaba sostener en un solo punto a lo que responde “aquí ando yo siiiiiempre, la foto me la tomas otro día cuando esté bonito”. 


Una semana después, lo ví. ¡Hoy es tu día, pajarito!. “tú te acuerda de m…”. Antes de terminar la frase, me interrumpió “la niña, la niiiiiiiña, hola, la niña”. Y abrió los brazos con intensiones de abrazo. (No me abrazó, para los que arrugaron la cara con “ew”). Me causa una gracia absoluta su reacción de tío sabrosón que saluda a todo el mundo en las parrillas del domingo. “¡Épale, Henry!”. Y solito comenzó “mira, ayer soñé que…”, así, como si le hubiese preguntado. Me le reí en la cara. Se enseria. Me dije “Michelle, quieta, que el tipo se molestó”. “Chica, ¿cómo te vas a reír? bueno, ya no te cuento, igual ya no me acuerdo”. Muerto el tema. A los minutos me decía “yo estudié sociología en la Católica ‘Andrej Bellom’”. Me gustaba como hablaba. Hablabam asím y todom lo pronunciabam con énfasism. “Henry, ando apurada, hablamos otro día de pana, chao, chaooo”. Qué risa, vale. Este segundom encuentrom estuvo mejorm.





José Suárez

Estaba esperando que el semáforo cambiara de luz para cruzar y él pasó a mi lado. Cuando uno de ellos pasa cerca, uno aprieta la nariz por instinto, esperando que el aroma se estrelle en el aire y quede plagado de un tufo espantoso. No fue éste el caso. Él cargaba el típico gracejo callejero, eso sí, pero de hedores nada. Cambió la luz y yo nunca crucé. Es que me le quería acercar. Hurgó una papelera y se alejó rápido. Me desanimé. Ví el semáforo, ya la segunda manada de gente se preparaba al cambio de luz. Y él apretó el paso, caso perdido, pensé, hasta que lo vi sentarse en un murito, (yes!). Lo alcancé. “¿Me dejas tomarte una foto?” (Extiendo la mano ofreciéndole mil bolívares). Él: “¿La foto?, si va. Quédate los mil bolos, yo tengo 30 mil aquí (se mete la mano en el bolsillo orgullosísimo de lo que acababa de decir)”. ¿Cómo te llamas? (con mi expresión más amable). Inmediatamente pregunta “pero me va a buscar la policía o qué (risas)”. Le busqué acomodo al asunto dejando que se reservara el nombre e insistiendo por la foto. Cedió y su nombre lo deslizó al ratico.


Luego de que mi cámara hiciera lo suyo, comenzó una conversación bastante accidentada:


“Anoche no soñé nada porque no dormí. Pero esta mañana sí. Soñé con una ex novia, sí (alza la mirada con cierto éxtasis, me reí, él lo notó y ríe igual). La tuve hace como un año más o menos, ya no”. Con José los temas no respetaban orden de llegada. Al minuto siguiente comentaba “el último trabajo que tuve fue en una fábrica de zapatos”. Cuando le pregunté cuánto tiempo llevaba pateando calle, noté tanto su incomodidad que decidí que el próximo punto a tratar sería sobre cualquier otro tópico. Sin embargo me dijo “tengo diez años en la calle. Y yo…treinta (risas)”. No podía faltar el “y para qué me preguntas estas cosas”. Desvié el tema, pidiéndole una segunda foto, me la concedió sin rollos. “Ajá, pero ¿cuándo nos volvemos a ver?”, reclama. “Yo siempre paso por aquí, quizás pronto…” y me estrechó la mano fuerte, como queriendo quedársela. No me la soltó hasta que decidí seguir mi curso. “Chao pues”, dijo. Y noté que me siguió con la mirada hasta que, por fin, crucé la calle.




Manolito 

Esta ciudad tiene muchos lugares para tomar asiento. Uno de ellos: al lado de Manolito. Me costó, cómo no. Era un día normal y yo no llevaba prisa. Lo vi de lejos y me dije “no qué va, ni se te ocurra, él no”. Este hombre refunfuñaba un no se qué, mientras aplaudía cual niño de “Jardín A”. “Manolito es medio sordo”, asegura un señor que pasaba cargando en la misma mano las llaves, una bolsa de pan y jugo (creo), de esas compritas rápidas que se hacen cuando se sufre un lunes desganado y el frío arremete. “Él, ahí donde lo ves, fue boxeador y trabajó en la General Motors, es tremendo hombre pero cayó en la mala vida y, bueno, ya ves” (ciñe la boca a modo de conformismo). Continua “en su juventud le llamábamos Mobuto, como el africano”. Interrumpo “¿desde su juventud?, o sea ¿lo conocen hacen mucho?”, “Uf, sí. Mira, yo llevo treinta años aquí en Chacao y a este hombre siempre lo he visto por aquí”. Manolito acierta. Noté complicidad. Siguió su camino, no sin antes recibir mi más sincero agradecimiento por su intervención. Qué buen narrador resultó ser Víctor. Cuando nos despedimos, seguí gritándole a Manolito “¡Que qué soñaste anoche!”. “Con los astros. Los astros. ¿Cuál es el astro más cercano a la Tierra?” se preguntó a sí mismo y señaló el cielo con lo que me atrevería a llamar histeria. De hecho no bajó los brazos nunca. Los zarandeaba como queriendo cazar fantasmas en el aire. Se detuvo en seco cuando dijo “yo soy feliz”. “Yo sé que eres feliz, yo sé”. No sé por qué dije eso, de hecho muchas de las ideas que intercambié con él fueron escupidas por impulso, para evitar silencios, para mantenerlo hablando y tensar el hilo de la conversación. “Ajá, ¿y dónde encontraste la felicidad?”, pregunté. “Está aquí”, se roza el pecho, “en uno mismo, adentro, en el interior”. Carajo. Sólo Lay Amstrong, cuando tocó la luna hubiese entendido mi emoción. Se me aguó el guarapo. De lo que me hubiese perdido de no haber decidido tomar asiento allí, junto a él.




Eva 

No se puede ser más coqueta. Eva es una de esas imágenes aleatorias que hacen parte del trayecto diario. Kiosco, panadería, calles, semáforos, ella deambulando. Cuando pasa, observo que repinta en el aire figuras que sólo ella distingue. Se sorprende, se apasiona, se fascina con esas obras invisibles. Ha de ser su mejor talento. En el primer encuentro la sorprendí con el “¿qué soñaste anoche?” a secas. Juraría que no soné agresiva, sin embargo intentó ofuscarse respondiendo “no chama, déjame, yo lo que quiero es cigarro, fumá, fumá” y ni cruce de miradas hubo, porque la de ella permaneció en los rincones en busca de algo que “fumá”. Qué bicharanga, chica. No me quedó más que machacar con el talón mi acto fallido y largarme jugando a que adivinaba su nombre. Pero si los nombres fuesen puestos por la actitud, ella se queda Juana Bicharanga. 


Cuatro días después. Caminaba yo a paso lento, llevaba a cuestas un cansancio endemoniado. La ví, y al cabo de unos minutos reconocí su rostro y sus dedos puliendo vidrios en la atmósfera. Me detuve, organicé dentro de mi bolso lo necesario (cámara + celular para grabar) tomé aire y me devolví a donde Eva posaba sobre un colchón. “Hola, ten mil bolos”, alargo la mano con muchas moneditas. “Ay gracias, niña” dice bien seca y orgullosa. Propongo “me vas a dejar tomarte una fotico, ¿no?”. Y se altera como la primera vez “No, foto no, eso no”. Afortunadamente reflexiona y se retracta “bueno, sí, dale, qué carrizo” y manotea. Primera foto lograda, y la segunda... excusa de que la primera salió borrosa. A lo que vine. “¿Qué soñaste anoche?”, “no, no, no sé, no sé”. La simpatía en esta mujer es tan visible como las piezas en su galería imaginaria. En fin. Me advierte de mi cierre abierto. Le doy las gracias, y me despido con el pecho inflado de una emoción, chico. Ah, pues. Recuerdo haberme repetido “Amo hacer esta vaina”. Habiendo retomado el camino, se me acerca una señora que comenta “tomándole fotos a la anarquía, a la suciedad, ¿no?”, con ese tonito de “seamos amigas, hablemos”. Le digo “bueno, anarquía no tanto, sino…eso, precisamente eso que usted y yo vimos”. Me sacudo a la señora y su risa “ami-empalagosa” y concluyo: curioso que se aparezcan personas a complementar el ejercicio, a echarte el cuento de la vida del indigente que por años han visto penar por los mismos lares. Son coprotagonistas. Ramas.


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Comentarios

  1. Henry hasta donde llego! Jajaja y Eva más sensata, dentro de lo que cabe, a veces me pasa lo mismo. Buen texto, quiero leer la continuación(:

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  2. Vaya, tremendo ejercicio que te has cargado, muy enriquecedor, por cierto...
    Me gusta mucho tu blog, me subo y quedo a la espera de la continuación...

    Saluditos :)

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  3. Ok, de verdad te prometo que me parece genial lo que estas haciendo... En mas de una ocasion se me formo un nudito en la garganta y se me aguaron los ojos...
    Sigue haciendolo y sigue publicandolo.
    Exitos.

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  4. esto da para un documental en vídeo, buen trabajo

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