Telaraña eléctrica



En el barrio, los pelaos son zamuros descansando sobre carros ajenos, muros y balcones. Pueden estar así tanto tiempo que parece que envejecieran marcando su territorio, blindados en esa extraña cadencia. Aquí hay más apodos que apellidos, se fuma del cigarro ajeno, las balas se ponen rojas de la ira, celebran todo, las obleas son más grandes, el caos ya supone cierto orden, una ley, un folklore, el chisme usa rulos, las sombras te abren la puerta y escogen tu mesa, el viento pide permiso al pasar, la libertad se confunde con la impunidad, hay mucho que ver, mucho que comentar, la rabia motiva, el café se hace en la madrugada y enjuaga la boca del primero que lo cuele, los gatos juegan póquer con las ratas, los pesares se matan con ron, el deber se confunde con la obligación, los perros ladran más roncos, los humores de pronto se arrugan, se espabila poco, la conveniencia mata el riesgo, todo se escucha más de cerca, se reza con ahínco, la fé madura, cuando la luz merma, el aire se afila, se responde pero no se repite la respuesta, la cerveza fluye abundante y el llamado etílico no se hace esperar. Debajo de la telaraña eléctrica cuelgan los tennis, papagayos ahumados y miradas cannabinoides. Todos dicen que no se conocen, pero no existe quien no sepa tu nombre.

Luego está Douglas, atento y bigotudo, deleitando a toda la cuadra con sus serenatas ocasionales de piezas sesentosas y un poco reggae.  





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