Gris natural



Antes de encender la vela número venti ocho, que ya cabizbaja convidaba lo poco de su stock de luz, viré hacia el espejo. No sé qué me imantó de él, se que fue una especie de atractivo que jugó con el morbo y la regalada de la curiosidad. La llama danzaba más rubia que en otras noches, más femenina, menos fatigada. Le sonreí al espejo con un ademán de loca. “Eres una loca”, me gritó y soplé la vela, hundiéndose todo en la garganta del vidrio que registraba movimiento a través del grueso manto de oscuridad. Sólo reconoció una forma homogénea, sin sonrisa ni cabello, ni dedos, ni poros, ni detalles que confirmen la diferencia entre un cuadrúpedo en dos patas y una figura humana carcajeándose de sí misma. Era nada más que un cuerpo desteñido y engullido de a poco con  esfuerzo colosal.
De modo que el atractivo no estuvo en un impulso narcisista, sino en detectarme como objeto de estudio. Es una foto diaria revelándose, fascinante observar con atención lo que crece, todo aquello a lo que renuncio, a lo que me aferro, en lo que confío, en lo que no creo, de lo que me burlo, por lo que protesto, la inmensidad de lo que amo, a quienes respeto enormemente, a los que llegan y se quedan, a los que llegan y se van. Me reconozco hasta verme en el espejo, en esa doble imagen nacen ramas y posan sobre mi copa desde golondrinas hasta aves de rapiña.
El espejo ve de reojo los encuentros pasionales entre el silencio y mis secretos, es él preparando el discurso de nunca acabar: que si se mucho de lo mucho, que si se poco de lo importante. De pronto se me hizo insuficiente y delgado este presente, de pronto quise que hoy sea un día diferente, que la puta del reflejo se quede con la sonrisa congelada. Nada es como es, hasta que el espejo habla.

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